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La otra cara del crecimiento chino

Cualquier ciudad china ofrece numerosas muestras del poder económico del gigante asiático y de la pujanza de su creciente clase media. Nuevos y modernos edificios se alzan por todas partes, coches de lujo pasan por la calle, jóvenes pasean con iphones último modelo en la mano. Pero en medio de toda esta abundancia es común ver a viejos sintecho que pasan las horas sentados en el suelo o entran a mendigar en restaurantes. Son la otra cara del crecimiento chino. En un país en el que el cuidado de los mayores era casi sagrado, la adopción de los valores económicos occidentales ha dejado a millones de ancianos en la calle.

La población china sufre el índice de envejecimiento más rápido de la historia de la humanidad, y los pronósticos estiman que el número de ancianos de China superará a la población total de EE.UU. en 2020. La piedad familiar, ese valor confucianista de respeto por los mayores tan arraigado en China, ha perdido importancia debido a los cambios sociales. Los lazos familiares se han difuminado y cada día hay menos hogares con “tres  generaciones bajo un tejado”, mientras las ciudades crecen a toda velocidad gracias al éxodo rural.

Los ancianos que tienen suerte acaban en un templo o en una de las escasas residencias de ancianos que regenta el gobierno. Muchos son demasiado pobres para poder permitirse otra opción. Otros no tienen hijos que cuiden de ellos. Pero la mayoría han sido abandonados por sus familias. En las comunidades más pobres de China, una vez que no puedes trabajar se te considera una carga.

Una de las residentes acogidas por Neng Qing coloca barras de incienso en el templo de Ji Xiang. (Foto: BBC)
Una de las residentes acogidas por Neng Qing coloca barras de incienso en el templo de Ji Xiang. (Foto: BBC)

“En esta región no hay mucha lealtad familiar”, explica Neng Qing, la monja a cargo de Ji Xiang, un templo budista en las montañas de Fujian que ha empezado a acoger ancianos. “La gente mayor sufre mucho. En un pueblo vecino, había un anciano que tenía ocho hijos. Cada mañana visitaba a todos ellos, pero ninguno le invitaba a desayunar. Cuando nos avisaron desde el pueblo ya era demasiado tarde. Ya se había suicidado”.

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