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El gringo de Wadi Rum

16 kilómetros al norte de Yangshuo dejo de caminar para leer al viejo Lao junto al río, en medio de la nada, sentado en un tronco, de barro hasta las rodillas, ni un ruido aparte del viento hasta que pasa un barco lleno de turistas chinos gritones y cuando me ven se ríen como locos y me hacen fotos. Y yo sonrío de vuelta y les saludo con la mano, y me acuerdo de aquel melenudo rubio años atrás en Wadi Rum. Aleya y yo llevábamos a dos holandesas en un tour en jeep por el desierto y de repente surgió de la nada, paseando tranquilamente por el medio del mar de arena roja con una mochila enorme a cuestas, y las holandesas gritaron y rieron y este tío simplemente sonrió de oreja a oreja y nos observó pasar. Me acuerdo de cómo me sentí entonces. Estaba viviendo con los bedu, los Howeitat nada menos, echando una mano con sus cabras y con los turistas. Pero aquel rubio sonriente lo hizo parecer muy insuficiente. Al momento de verle, supe que tenía que estar ahí.

Seis años han pasado y he estado docenas de veces donde él estuvo esa mañana. Y viendo el barco pasar por el Li el recuerdo salta a la superficie desde el pozo de la memoria y espero que, entre todos esos que simplemente gritaron e hicieron una foto, en alguna parte alguien me viera y sintiera lo mismo que sentí yo. No por los flases y sorpresas que solo respondo con una mirada curiosa y divertida, la misma que tenía el gringo de Rum y que ahora comprendo. No por ego ni por refuerzo de actitud.

Simplemente por devolver el favor.

Numpang

Hoy no soy capaz de dejar el hotel antes de la hora del checkout, después de que los chavales de recepción se empeñaran de llevarme de bares anoche. Me levanto a las once, hago la mochila y compruebo la ruta mientras como noodles gratuitos del hotel. A las 12:10 estoy caminando dirección noreste bajo un sol infernal hacia una de las calles principales de Mataram. Lleva un rato parar una pickup. Van a Bangsal, igual que yo, pero quieren dinero. Al menos les convenzo para que me saquen da la cuidad. El siguiente coche, en Midang, habla inglés y va a Sengigi, así que por qué no, tomemos la ruta turística. Me deja en el medio de un pueblo de playa muy comercial lleno de discotecas y de los inevitables tuts que intentan venderte cosas.

Camino dirección norte acantilado arriba. Como debe ser en un lugar como este, cuatro coches dicen no numpang [numpang significa autoestop en bahasa] pero el quinto dice que por qué no, y con una sonrisa subo al coche. Va mitad de camino, hasta Nipah, habla algo de inglés y me da un Marlboro. En Nipah visitamos su restaurante de pescado frito en la playa y empieza a llover muy duro, la primera lluvia fuerte desde probablemente Myanmar hace cinco meses. Me refugio en el warung de su hija y leo hasta que afloja. A ella no parezco importarle mucho y prefiere echarse una siesta en el suelo.

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I Treat You Icecream

Salgo de Sungai Petani tras un frugal desayuno de dos ringgit (te tareh y roti chana), simplemente caminando por la cuneta de camino a la carretera que va a Kuala Ketil cuando un heladero ambulante pedalea de la nada y me llama. «¡Eh! ¡Amigo!» Me giro esperando los usuales ¿Dónde vas? ¡El bus se coge allí! ¡Nadie te va a parar! Pero en vez de eso el vendedor sonríe desde su bicicleta y dice, de una forma tan humilde como alegre: “Te invito a un helado”. Y abre la pequeña neverita que lleva soldada a la bici e insiste en que coja uno de los caros. Elijo algo así como un Magnum de chocolate y café, sonrío de vuelta y digo muchas gracias tío, y él sonríe de nuevo y también dice gracias.

Y unos escasos y cortos minutos después el helado se ha terminado pero yo camino extático por la cuneta, la moral a tope, apreciando cada detalle que me encuentro desde niños jugando hasta arroyos de basura. Porque cuando viajas así es este tipo de cosas las que te alegran el día. No los grandes templos ni el dinero o siquiera las montañas, sino la simple amabilidad desnuda del desconocido que sabe que no somos desconocidos.

De vuelta en la carretera

Voy a buscar pan para desayunar con tomate y aceite, pero me cuesta encontrarlo y termino dando un largo paseo y de vuelta en Villa Francescatti Tom está a punto de irse con sus pintas de Jesús ario a una Rainbow Gathering en los Alpes suizos. Yo no puedo ir porque mañana vuelo de vuelta a Asia, de vuelta a casa. “¿Es eso casa?” “Casa es donde eres feliz”.

Despierto. Oigo el murmullo sucio del avión. Recuerdo. Aquel hippie israelí que me abrazó en Verona tras una charla de dos horas y una Franziskaner compartida, esos dos autoestopistas alemanes que dirigí a Milán y a Venecia gracias a Kumar (¿crees en las casualidades Kumar?), Kumar que paró en el pedaggio y también iba a Marco Polo y escuchaba música de Bollywood en su coche. Azafatas veladas de Etihad danzan por el pasillo, el aviso de los cinturones se enciende, descendemos, de vuelta en Asia, con la luna roja que me dice que voy bien brillando sobre la pista de aterrizaje cuando tocamos tierra en Kuala Lumpur.

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Myanmar cuidará de ti

Tres horas para que cierre el paso fronterizo. He comprado un lungui karén y veinte cheruts. Solo me queda terminar mi té, deshacer el nudo que tengo en el estómago, recorrer los setenta kilómetros que quedan hasta Myawaddy, y salir de Myanmar.

Hace dos días y medio dejé Nyaungshwe con 10.000 kyatt ( 7,82 euros) en el bolsillo, pensando que sería apurado pero posible tirar con ellos hasta Tailandia. Ochocientos kilómetros y catorce vehículos después llegué a Kwakareik con el mismo dinero.  Por el camino crucé las montañas de Pinlaung, visité la gris capital de los generales tristes construída sobre lágrimas y trabajo forzado, fui a una iglesia karén y dormí en casa de un ministro regional. Hace un rato me di un baño en el lago a las afueras de Hpa An con los novicios del pequeño monasterio de Kyaut Ka Latt. Y no he gastado un duro.

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Impuesto a extranjeros

A veces se te olvida que sabes algo. Como cuando se me olvidó que si no hay crocodilos en el Nilo es porque los movieron a todos al sur de Asuán y tuvo que venir uno a recordármelo mientras acampaba en la arena junto al lago. O como cuando hoy se me olvidó que la junta militar de Myanmar cobra una tasa a extranjeros por entrar a la zona del lago Inle.

El autoestop desde Kalaw había sido divertido, de pie en el extremo trasero de una camioneta llena de campesinos a los que antes de que pudieran decir one thousand solté un alegre peshaima shi bú que les hizo reír a todos. En Shwenyaung me recogió un tipo con buen inglés y mejor coche con quien charlé durante once kilómetros hasta que paró en lo que creí un peaje. Hasta que vi el cartel.

«Foreigner Fee. 10 Dollar / 10 Euro».

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Autoestop a Kalaw

Cuando salto del camión ya es de noche. “Kalaw, Kalaw”, repite mi conductor señalando hacia mi desvío. “Yeah, yeah”, sonrío, “chesu tumale”. Hoy estoy de buen humor. Costó salir de Bagán y la velocidad media ha sido de unos 40 km/hora, pero me ha recogido gente muy buena y simple. Y mientras hacía dedo en Meiktila no pasó una chica que no me sonriera.

Camino hasta las luces que proyecta una “beer station” y fumo en espera de un coche. Alguna moto, un par de todoterrenos que pasan de largo. Tras un cuarto de hora para una familia cuya ruta pasa por Kalaw. Unos minutos de negociación y subo a la parte de atrás del camión descubierto, donde entre un montón de muebles tres tipos jóvenes me reciben con sonrisas y cigarrillos.

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Pesaima Shi Bú

El autoestop no ha sido lo mismo en los últimos días. Al llegar a Myanmar fue de lo mejor del país, los destinos poco más que una excusa para ir de un sitio a otro. Pero de Yangón a Pathein y hoy ha sido bastante chungo. Nadie entiende qué hago ni por qué no soy rico. Si no diluvia pega un sol mortal. Ya no estoy en carreteras generales sino en regionales con poco tráfico que me hacen esperar una hora hasta que pasa un coche. Aunque no espero realmente, porque durante esa hora doscientas scooters paran a preguntarme si estoy bien y si necesito ayuda para parar un autobús.

Y luego está el tema de que, prácticamente por primera vez en cuatro meses, estoy haciendo autoestop solo.

Así que cuando bajo de un coche a las cinco y media de la tarde en una aldea entre Gyogon y Seingwin, no tengo muchas esperanzas de llegar más lejos hoy. Apenas hay tráfico, queda menos de una hora de luz, todo está mojado. Un tipo se acerca y me pregunta a dónde voy. Pyay. “¿Pyay? En media hora viene un coche que va a Pyay”. Le pregunto si es un taxi. “No, no, no taxi”. ¿Un autobús? El tipo habla muy poco inglés (lo cual es un bilingüismo revolucionario en Myanmar) y sé que seguramente habla de un bus, pero tengo la esperanza irracional de que esté esperando a que le recoja un colega y haya decidido invitarme a acompañarlos.

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Año Uno

Amanece en Mumbai. La idea era ver el amanecer en plan idílico desde el tejado, observar al monstruo despertar lentamente, pero ayer fue Holi y el bhang aún me tiene atado a la cama y amanece en Mumbai y un rato después tú te despiertas y te das una ducha y te vas a casa de tus padres y yo lloro lágrimas púrpura desde mi pelo hasta el suelo del baño, colores químicos que no se rinden a la primera, y subo al tejado a escribir y a secarme el pelo al sol como aquel viejo sabio zen: «¿Qué estás haciendo, maestro?» «Estoy secando mi pelo al sol». «¿Podemos ayudarte de alguna forma?» «¿Cómo podríais ayudarme? El sol está secando mi pelo y estoy sentado en el origen de todas las cosas». Solo que yo no soy ningún maestro y el origen de todas las cosas está aún muy lejos. Pero el sol seca mi pelo de todas formas.

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El artista de la NH-8

Devendra lleva conduciendo cuarenta horas, 1.400 kilómetros indios de Delhi a Mumbai sin descanso y sin más ayuda que chai y té de opio. Su empresa le ofreció un trabajo en EE.UU. pero no le gustaron las condiciones, así que sigue con su ruta de siempre, cinco veces al mes, por una suma bastante respetable para un camionero indio. Cuando paramos a cenar y le digo lo buen conductor que es sus ojos brillan, sonríe feliz por un instante y recupera su expresión cansada.

Poco después estamos de vuelta en la carretera, danzando plácidamente entre el tráfico de Maharashtra. Devendra esquiva coches y tráilers como si en vez de un camión de quince toneladas pilotara un F-18. Da giros de volante imposibles, encuentra huecos invisibles que solo él puede ver, vuela a cien kilómetros por hora a través de la noche de la National Highway 8 entre Vapi y Mumbai. Con su gesto sombrío, sin recuerdo alguno de mi cumplido, baila entre los cuatro carriles sin que nadie entienda cómo.

Es un artista y lo sabe. Sabe que lo sabemos, pero no le da importancia. No es nada del otro mundo. No es más que su rollo. Lo que es. Devendra es simplemente el tipo que nunca va a estrellar un camión de mierda.