Odisea a Geiranger

Una de las preguntas de rigor cuando te montas en un coche es a dónde vas. Al subir le has indicado al conductor en qué dirección quieres ir, pero ahora pide datos más precisos. Y cuando respondes con Geiranger, algunos ponen cara de confusión o directamente te preguntan por qué quieres ir allí. Resulta que Geiranger está muy bien en verano, pero en invierno no hay mucho que hacer ni que ver allí y además resulta condenadamente difícil llegar porque el ferry no funciona y el paso de montana suele estar hasta arriba de nieve.

Así que te sientas a fumar un cigarrillo en una parada de autobús en medio de la nada y piensas que seguramente no merezca la pena y que sería mucho más sensato abandonar y tirar hacia el siguiente destino. Pero llevas tres días intentando llegar a Geiranger, a través de la nieve, de la lluvia, del barro y de la férrea desconfianza de los noruegos hacia los desconocidos. Y ya casi estás allí.

La decisión es clara: a l’autostopeur fou no le detiene un poco de nieve ni unas montanas de mierda. El paso de montana está cerrado debido a recientes avalanchas, pero en Styr dicen que quizá el ferry funcione hoy. A Hellesylt. Y no hay ferry, y tienes que ir hasta Strada y esperar dos horas en una carretera desierta hasta que alguien te lleva cincuenta kilómetros hacia el sur. Finalmente consigues llegar a Geiranger, admiras el fiordo entre la niebla y la nieve y te tomas un café en un bar desierto mientras intentas ligar con una camarera que más que una camarera parece un soldado norvietnamita de guardia ante la tumba de Ho Chi Minh. Y sales de nuevo al frío, al silencio blanco, hacia otra misión imposible.  Sin darle importancia a haber pasado tres días intentando llegar a un lugar en el que has estado unos cuarenta y cinco minutos porque lo importante del viaje no es el destino. Sales hacia las montanas de Forollhogna, hacia Roros, donde quizá no haya avalanchas ni ferris y las camareras sean más receptivas a las historias de vagabundos.

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