Una lección en el Valle de las Manzanas

No es fácil ser un extranjero en India. La gente aquí  se te echa encima y se te planta a un palmo a observarte durante minutos y te interroga constantemente de la misma forma extraña (who are you?). Todos asumen que eres rico, los rickshaws y los taxis te asedian, es imposible caminar por una ciudad sin que te intenten vender algo. Por no hablar de la experiencia de coger el cercanías en Mumbai, la guerra de codazos y empujones con un pie en el vagón y otro en el aire a sesenta kilómetros por hora que te hace creer en el rumor de que al menos cinco personas mueren cada día en el tren.

Lo que empezó como una broma alli en Mumbai se fue transformando poco a poco en un hábito, y mi paciencia infinita de vagabundo del dharma se convirtió en un desprecio que los malos días superaba ampliamente la hostilidad. Así que mientras camino por una carretera desierta tras comprobar que la ruta a Srinagar sigue cerrada, no estoy de humor para otra ronda de where from, what currency a cargo de los dos chavales que me llaman desde la cuneta. Aunque les ignoro me empiezan a seguir gritando insistentemente hello, hello y tras quinientos metros me giro y les grito que se larguen y un rato después los mando directamente a tomar por culo. Tres kilómetros después paro a esperar un coche, y qué aparece tras la curva sino los dos sonrientes chavales con una nueva ráfaga de hello, sir, hello. Mi paciencia se termina: “Largaos de una puta vez. Dejad de seguirme e id a afeitaros el entrecejo”. Resulta que hablan algo de inglés, porque mi exabrupto les deja un poco perplejos, pero se recuperan rápidamente y me ametrallan a preguntas sin el menor resentimiento. Mi opinión sobre ellos no mejora cuando dicen Oh, Spain! We love Enrique Iglesias! y respondo que su música es para niñas e idiotas sin gusto. De nuevo mis estoicos perseguidores no se ofenden a pesar de mi extrema falta de educación y siguen con sus preguntas y descubro que a pesar del acento hablan muy buen inglés y están muy lejos de los indios estúpidos que les había creído y cada vez me siento peor, porque han entendido todo lo que dije.

– ¿Sabes? La gente aquí no está muy educada y mira por encima del hombro a los viajeros occidentales, pero hay un verso del El Corán que dice “Caminad y explorad mi creación”. Decimos que somos musulmanes cuando vosotros seguís ese verso y nosotros no hacemos más que vagar de un lado a otro.

– Bueno, yo también estoy vagando…

– ¡No! ¡Tú estás BUSCANDO algo!

Mis dos educados compañeros me informan de que hay un pueblo a un kilómetro y allí me será más fácil encontrar un coche, y se ofrecen a acompañarme y por el camino hablamos sobre Neruda y sobre lo bonito que es Pahalgam (¡Sí! ¡Ve a Pahalgam a disfrutar de la belleza! ¡Y quizá a escribir algo de poesía!) y estoy tan avergonzado que no soy capaz de disculparme. Y al llegar al pueblo me desean suerte y echan a andar alegremente, cuatro o cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta solo para charlar un rato con el blanco ignorante que se creía tan superior.

Y tras dos días en Pahalgam en los que solo salgo del jardín de mi guesthouse para ir al mercado y cenar con la familia de mi hostelero, parto hacia Srinagar sonriendo a las montañas y al viento y a las cabras, dispuesto a hacer algún bien para compensar el mal causado y curado de la enfermedad que nació de la putrefacción de Mumbai gracias a dos chavales que me dieron una paliza de humildad en el Valle de las Manzanas. La gente es extraña cuando eres un extraño, pero cuando les saludas pura e inocentemente y tu tiempo ya no es demasiado valioso como para malgastarlo con ellos, las caras hostiles de los lados de la carretera se vuelven alegres y te piden que les hagas “el honor de tomar un té” con ellos, y en Anantnag espera una sorpresa kármica y más adelante, en Srinagar, una oportunidad para lavar mis pecados en el agua pútrida que se ha adueñado de la ciudad.

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