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Y a todo lo demás también

Su cabeza se balancea de izquierda a derecha y de nuevo a la izquierda, toda la parte superior del cuerpo acompañando el movimiento hipnótico. Aunque no hay luna esta noche, la luz de la luna ilumina el claro, el círculo casi perfecto en medio de la antigua montaña, el silbido suave y sorprendentemente poco amenazador, sí, ella silba suavemente mientras baila sobre la roca en el centro del claro, su silbido profundo y antiguo como la montaña, la mitad inferior del cuerpo enroscado y la superior alzada y acompañando la danza de la cabeza, los depósitos de veneno del capuchón abiertos en toda su gloria, y mira plácidamente a la apertura por la que he llegado al claro. No provoca una sensación amenazadora, pero aún así estoy paralizado. Porque tras perderme inexplicablemente en la montaña a media noche y sin linterna he llegado a un claro imposible y en su centro baila para mí una cobra india.

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Regreso a Kathmandú

De las montañas Sin Tiempo, donde las chicas salvajes bailaron alrededor del fuego y extrañas figuras de colores con rayos púrpura en la frente vagaron entre los árboles, donde las bestias colaron ron en el templo y tú gritaste mi nombre desde la puerta y el sueño finalmente colapsó, huí hacia el norte y hacia el fin del mundo y la Gran Roca Oscura gruñó: Vete. Da la vuelta antes de que sea tarde, antes de que los dioses te encuentren. Tras semanas de combate con el Himalaya, la amenaza de La Montaña se cobró su precio y me hizo añorar duchas calientes y sábanas acogedoras con calefacción orgánica y calles humanas en vez de valles de gigantes.

Así que volví a la civilización, con esperanzas de noches alegres y amor valiente, y me topé con contaminados paisajes de avaricia en una ciudad que olía a puta, llena de oportunistas serviles y Sir esto y Sir something? y nada puro que quedara por corromper.

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La luna de Yazd

Con el atardecer la ciudad vuelve a la vida, pero fuera de las avenidas principales, en las retorcidas callejuelas del casco antiguo, el silencio solo es interrumpido por el ocasional grupo que vuelve de recoger en la mezquita su ración de arroz tras el fin del ayuno. La luna ilumina las altas paredes de adobe mientras camino de vuelta a casa de Hassan, también con mi ración de arroz bajo el brazo, y disfruto del silencio y del fresco y de la belleza simple de la ciudad del desierto. Una niña me sonríe desde su ventana y empieza a cantar una canción de la cual solo entiendo dos palabras: fahang (extranjero) y musafir. Me giro y le hago una reverencia. La niña ríe y canta de nuevo y un tipo que pasa por la callejuela me mira mal, probablemente porque nadie le ha cantado nunca desde una ventana. Y sigo caminando feliz entre el bosque de badgirs iluminados por la noche del desierto, porque estoy en Yazd y tengo un montón de arroz y esta noche no voy a dormir en el parque sino totalmente solo en casa de un desconocido que conocí en la calle y que no dudó en darme sus llaves porque él se iba a pasar la noche en las montañas.

Isfahan puede ser «la mitad del mundo» y acaparar las postales, pero Yazd tiene la modesta belleza de una ciudad tranquila que durante milenios ha sido dorada por el sol y las tormentas de arena y si tuviera algo más que mis racionados 18 euros sin duda me quedaría aquí al menos una semana. Pero la necesidad fuerza el camino hacia el sur, por Persépolis y Shiraz y los muelles de Bandar Abbas, donde espero encontrar un contrabandista misericordioso que me cruce el Golfo hasta un cajero automático y un cónsul pakistaní más razonable.