Arjun

Un tintineo metálico se oye a lo lejos mientras leo a la sombra de un arco junto al lago. Levanto la vista y allí a lo lejos, caminando por el ghat, veo al niño de la calle al que Shush puso sobre una carroza el pasado Shivaratri. Aún hoy, un año después, lleva el disfraz puesto, ni un detalle faltante salvo la pintura azul sobre la piel, y las marcas del tiempo y el uso continuo.

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Jim de Canadá

Jim de Canadá dice, sentado en el falafel wallah del mercado de Pushkar, que el peor error del hombre occidental es no dar importancia a la familia. Hablamos de periodismo, me cuenta que su mujer le ha salvado innumerables veces, me pregunta sobre mis planes, y en medio de todo ello suelta esta frase:

“Las relaciones son como un post-it. Cuanto más lo despegas, más difícil es pegarlo a la nevera otra vez”.

Y cosas siguen ocurriendo en India…

Bahut Achá

Y finalmente, con muchas horas de retraso, todo está listo para partir. Dejo China y sus cimas nevadas, dejo la vieja ruta al Este. Vuelvo a India. A lugares y risas conocidas, a los brazos y la sonrisa que valen más que cualquier camino. Es un momento importante, supongo. Aquí sentado en el 9D del 747 de la peor aerolínea de China. Tirando el plan por la ventana. Habrá autoestop, pero sin dogma. Habrá menos vagabundeo y menos dificultades. Es hora de parar, de levantarse cada día en la misma cama, ver las mismas montañas, dar un descanso a mi achacosa mochila y dejarla reposar y coger polvo en un rincón tranquilo. Es hora de que las aguas que han sido agitadas por veintitrés meses de movimiento continuo recuperen la calma y lo que sea que está en el fondo asome en la superficie.

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La otra cara del crecimiento chino

Cualquier ciudad china ofrece numerosas muestras del poder económico del gigante asiático y de la pujanza de su creciente clase media. Nuevos y modernos edificios se alzan por todas partes, coches de lujo pasan por la calle, jóvenes pasean con iphones último modelo en la mano. Pero en medio de toda esta abundancia es común ver a viejos sintecho que pasan las horas sentados en el suelo o entran a mendigar en restaurantes. Son la otra cara del crecimiento chino. En un país en el que el cuidado de los mayores era casi sagrado, la adopción de los valores económicos occidentales ha dejado a millones de ancianos en la calle.

La población china sufre el índice de envejecimiento más rápido de la historia de la humanidad, y los pronósticos estiman que el número de ancianos de China superará a la población total de EE.UU. en 2020. La piedad familiar, ese valor confucianista de respeto por los mayores tan arraigado en China, ha perdido importancia debido a los cambios sociales. Los lazos familiares se han difuminado y cada día hay menos hogares con “tres  generaciones bajo un tejado”, mientras las ciudades crecen a toda velocidad gracias al éxodo rural.

Los ancianos que tienen suerte acaban en un templo o en una de las escasas residencias de ancianos que regenta el gobierno. Muchos son demasiado pobres para poder permitirse otra opción. Otros no tienen hijos que cuiden de ellos. Pero la mayoría han sido abandonados por sus familias. En las comunidades más pobres de China, una vez que no puedes trabajar se te considera una carga.

Una de las residentes acogidas por Neng Qing coloca barras de incienso en el templo de Ji Xiang. (Foto: BBC)
Una de las residentes acogidas por Neng Qing coloca barras de incienso en el templo de Ji Xiang. (Foto: BBC)

“En esta región no hay mucha lealtad familiar”, explica Neng Qing, la monja a cargo de Ji Xiang, un templo budista en las montañas de Fujian que ha empezado a acoger ancianos. “La gente mayor sufre mucho. En un pueblo vecino, había un anciano que tenía ocho hijos. Cada mañana visitaba a todos ellos, pero ninguno le invitaba a desayunar. Cuando nos avisaron desde el pueblo ya era demasiado tarde. Ya se había suicidado”.

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Separación aparente

El coche avanza a través de la noche por la 214 en dirección a Lijiang. Sej se durmió al poco de salir de Zhondiang y el conductor y yo hace tiempo que hemos agotado mi muy escaso mandarín, así que saco mi teléfono y tras unas cuantas páginas de Joseph Campbell me encuentro con esto:

¿Cómo se explica que un ser humano pueda participar en el peligro o dolor de otro de tal forma que sin pensar, espontáneamente, sacrifique su propia vida por la del otro? ¿Qué ocurre para que lo que normalmente consideramos la primera ley de la naturaleza y la superviviencia sea repentinamente disuelta? En Hawaii hace cuatro o cinco años ocurrió algo extraordinario que representa este problema. Hay un lugar allí llamado Pali, donde los vientos del norte soplan a través de una gran cordillera. A la gente le gusta subir allí a que se les pongan los pelos de punta o a veces a suicidarse, ya sabes, como tirarse del Golden Gate. Un día, dos policías conducían por la carretera de Pali cuando se encontraron, justo tras el quitamiendos que evita que los coches se despeñen, a un joven preparándose para saltar. El coche patrulla paró y el policía en el asiento del copiloto corrió a detener al joven, pero lo alcanzó justo cuando saltaba y él también habría caído al precipicio si el segundo policía no hubiera llegado a tiempo de agarrar a ambos.

¿Te das cuenta de lo que ocurrió de repente a ese policía que se lanzó hacia la muerte por un chaval desconocido? Toda otra fuerza en su vida había desaparecido: su deber para con su familia, con su trabajo, con su propia supervivencia. Todos los deseos y esperanzas de su vida se desvanecieron. Estaba a punto de morir. Más tarde, un reportero le preguntó “¿Por qué no le soltaste? Podrías haber muerto”. Y su respuesta fue “No podía dejarle ir. Si hubiera soltado a ese joven, no podría haber vivido otro día más”.

¿Cómo es esto posible? La respuesta de Schopenhauer es que una crisis psicológica como esta representa el descubrimiento de una realización metafísica, que tú y el otro sois uno, que sois dos aspectos de una única vida, y que vuestra aparente separación no es más que un efecto del modo en que percibimos formas bajo  las condiciones del tiempo y el espacio. Nuestra verdadera realidad reside en nuestra identidad y unidad con toda vida. Esta es una verdad metafísica que puede ser espontáneamente descubierta en situaciones de crisis. Porque es, según Schopenhauer, la verdad de tu vida. El héroe es aquel que ha ofrecido su vida a algún nivel de realización de esa verdad. El concepto de ama a tu prójimo está ahí para ponerte en sintonía con este hecho. Pero ames a tu prójimo o no, cuando esta realización se presenta puede que arriesgues tu vida. Ese policía hawaiiano no sabía quién era el joven por el que se había ofrecido.

Schopenhauer afirma que en formas más pequeñas puedes ver esto ocurriendo cada día, todo el tiempo, moviendo el mundo, gente haciendo cosas desinteresadas por otros.

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Bamboo!

Xinping. Tampoco es que esté mal pero igual que Yangshuo es ligeramente decepionante. Hordas de turistas chinos haciéndose fotos en el mirador del billete de 20 yuan, una vieja que me persigue durante cinco minutos de reloj intentando venderme un paseo por el río en balsa de bambú (bamboo! bamboo!) y yo muy respetuoso que no, xiexie y finalmente me enfado y le digo muy despacio if you say bamboo once more I’m gonna lose my fucking mind y no habla inglés pero entiende el tono y se larga, cafeterías con wifi y tiendas de souvenirs, y el paisaje es glorioso pero está rodeado de hormigón y falsedad turística y vendedores que gritan en muelles aún en construcción, nada de pescadores nada de realidad (y de hecho es posible que haya un verdadero pueblo pesquero al otro lado de la montaña, Yucun, pero no tengo tiempo de comprobarlo porque he de salir mañana haia Kunming y hacia la esperanza y el amor, y además aún me dura la resaca de Nochebuena y no estoy para montañas).

Saliendo de Yangshuo me encontré con Arthur, con su habitual sombrero y su habitual alegría cansada. Dijo que que todos iban a ir a comer a Echo Cafe para despedirse de la gente de Nanning, pero yo quería venir aquí como un condenado turista y de todas formas vuelven en tren y no puedo sacarles un viaje gratis. Mañana autoestop a Nanning, hoy quizá pasar por Echo a decir adiós y tomarme una última cerveza. Sería lo correcto, pero soy un eremita insociable que solo quiere volver a Sudder Street y leer el Tao Te Ching junto al fuego. Necesito a Sej aquí para que me haga hablar con gente y comer tres veces al día y estar alegre y sociable en vez de simplemente sentarme a la orilla del río a pensar sobre el wu-wei, la inacción creativa, rocas kársticas y viento frío y el Tío Viejo susurrando en mi oído a través del tiempo.

Pero el viejo Lao es sabio, y hay recovecos del Li en los que aún no han nivelado los árboles, y estar con tantos expatriados occidentales juntos requiere paciencia.  Así que, en vez de charlar sobre cualquier cosa y controlarme para no apuñalar mi presupuesto con otra cerveza, observo el río con mis pies descalzos hundidos en el barro y no hago nada mientras todo se hace por si mismo.

El gringo de Wadi Rum

16 kilómetros al norte de Yangshuo dejo de caminar para leer al viejo Lao junto al río, en medio de la nada, sentado en un tronco, de barro hasta las rodillas, ni un ruido aparte del viento hasta que pasa un barco lleno de turistas chinos gritones y cuando me ven se ríen como locos y me hacen fotos. Y yo sonrío de vuelta y les saludo con la mano, y me acuerdo de aquel melenudo rubio años atrás en Wadi Rum. Aleya y yo llevábamos a dos holandesas en un tour en jeep por el desierto y de repente surgió de la nada, paseando tranquilamente por el medio del mar de arena roja con una mochila enorme a cuestas, y las holandesas gritaron y rieron y este tío simplemente sonrió de oreja a oreja y nos observó pasar. Me acuerdo de cómo me sentí entonces. Estaba viviendo con los bedu, los Howeitat nada menos, echando una mano con sus cabras y con los turistas. Pero aquel rubio sonriente lo hizo parecer muy insuficiente. Al momento de verle, supe que tenía que estar ahí.

Seis años han pasado y he estado docenas de veces donde él estuvo esa mañana. Y viendo el barco pasar por el Li el recuerdo salta a la superficie desde el pozo de la memoria y espero que, entre todos esos que simplemente gritaron e hicieron una foto, en alguna parte alguien me viera y sintiera lo mismo que sentí yo. No por los flases y sorpresas que solo respondo con una mirada curiosa y divertida, la misma que tenía el gringo de Rum y que ahora comprendo. No por ego ni por refuerzo de actitud.

Simplemente por devolver el favor.

Sin techo en Hong Kong

Hong Kong. Tres días aquí, más uno en Macao. No hay couchsurfing en Hong Kong, no hay amigos con apartamentos disponibles. Ni siquiera los sikh tienen sitio para mí en el gurudwara, aunque cada día me dan montañas de dal y chapati, mi única y monumental comida del día. Solo hay gente y más gente en Hong Kong, sintechos limpios y orgullosos, trajeados esclavos de oficina, chicas chinas por las que aprender a luchar con abanico cargadas de bolsas de ropa de marca en ambos brazos mientras se afanan de una tienda a otra, fumadores pegados a la papelera por miedo a que les multen si dan un paso en cualquier dirección, hordas de consumismo en Causeway Bay, atascos en cada acera, running de expatriados, archivadores de hormigón y oficinas, siete millones de seres humanos hacinados en esta fría colmena porque los dioses nos dieron libre albedrío y elegimos ser abejas de la destrucción y el vacío que no fabrican miel sino papeles sucios de colores.

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Las Islas de la Miseria

Atardece en Manila. En Roxas Drive los niños saltan al mar sucio desde las montañas de rocas y basura, la gente se sienta de cara a la carretera o a sus teléfonos y da la espalda al sol que se pone naranja sobre el trocito de horizonte disponible entre Pasay y el puerto.

«Ves lo malo en un instante, pero has de esforzarte en ver el lado bueno de las cosas”, me dijo en el taxi mientras la acompañaba al aeropuerto. De regreso a Malate, durante hora y cuarto de jeepney (¿qué es un jeepney? Lo único original que ví en Filipinas) por 15 pesos en lugar de los 300 del taxi regateado, observé las callejas de Manila, los ejércitos de mendigos y sintecho, los barrios de chabolas que asoman en un callejón tras un Jollybee o un 7 Eleven, los viejos esqueléticos que pedalean a cámara lenta en sus pesados rickshaws de metal, los niños que juegan desnudos en la acera mientras se bañan con un cubo de agua sucia, la sonrisa triste de su padre que observa a un par de metros como pensando quizá no les he dado una vida tan miserable a pesar de todo, los niños de la calle que sonríen a través de toda la miserie y mugre en sus caras en todo el mundo, incluso aquí en la capital de las Islas de la Miseria, yo sentado junto al conductor al frente del jeepney fumando un cigarrillo y chapurreando sobre la ruta y lo que gana al mes y con mi propia sonrisa gracias a la promesa que arranqué a India a través de la cinta de seguridad en el aeropuerto, dándome cuenta de que incluso aquí en el país más triste y miserable que nunca vi, incluso aquí los niños de la calle se ríen del horror.

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El mercado de Tomohon

Filas de murciélagos, con las alas separadas del cuerpo, enseñan los dientes en un silencioso aullido final. Una pitón abierta en canal deja ver sus pálidas entrañas. Ratas empaladas en palos parecen macabros kebabs. Un olor dulzón e incómodo llena el aire. Los gemidos de perros enjaulados se oyen a lo lejos. Los clientes que merodean entre los puestos no parecen distintos de los de cualquier otro mercado indonesio. Pero casi todos son minahasa, famosos por su estremecedora (y supuestamente deliciosa) gastronomía.

AVISO: este post puede dar MUY mal rollo.

Aunque abandonaron los bosques hace siglos, los minahasa aún consumen la mayoría de los animales que sus antepasados comían hace seis mil años, perro, serpiente y murciélago incluidos. En Semana Santa, en este mercado pueden encontrarse hasta monos y tortugas, platos especiales que aquí equivalen al pavo navideño de Occidente.

Cualquier día del año, especialmente los sábados, el mercado tradicional de Tomohon luce productos muy poco comunes. Vendedores ambulantes pasean con bandejas de ratas fritas entre los puestos de verduras y ropa. Más allá, donde empieza a oler a sangre y el suelo se vuelve resbaladizo, hay cerdos, pollos o jabalíes recién sacrificados. Y también serpientes, murciélagos y, más inquietante que ningún otro «producto», perros resignados que esperan en sus jaulas a la muerte.

Si tiene cuatro patas se puede comer, dicen en Tomohon. O dos patas. O alas. O escamas. Aquí se come todo.

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Hacia el este con el autoestop como único medio de transporte